CURITIBA, Brasil — Hace dieciséis años, Brasil estaba en crisis; su futuro era incierto. Nuestro sueño de convertirnos en uno de los países más democráticos y prósperos del mundo parecía peligrar. La idea de que algún día nuestros ciudadanos pudieran disfrutar los estándares de vida holgados de nuestros pares en Europa o en otras democracias de Occidente parecía esfumarse. Menos de dos décadas después de que terminó la dictadura, algunas heridas de ese periodo seguían abiertas.
El Partido de los Trabajadores ofreció esperanza, una alternativa que podía cambiar esas tendencias. Me parece que, sobre todo, por esta razón triunfamos en las urnas en 2002. Me convertí en el primer líder sindical en ser elegido presidente de Brasil. Al principio, los mercados se inquietaron por este acontecimiento, pero el crecimiento económico los tranquilizó. En los años posteriores, los gobiernos del Partido de los Trabajadores que encabecé redujeron la pobreza a más de la mitad en tan solo ocho años. En mis dos periodos presidenciales, el salario mínimo aumentó el 50 por ciento. Nuestro programa Bolsa Família, el cual ayudaba a familias pobres al mismo tiempo que garantizaba educación de calidad para los niños, fue reconocido internacionalmente. Demostramos que combatir la pobreza era una buena política económica.
Después, este progreso fue interrumpido. No por medio de las urnas, a pesar de que Brasil tiene elecciones libres y justas, sino porque la expresidenta Dilma Rousseff fue víctima de un juicio político y la destituyeron del cargo por una acción que incluso sus oponentes admitieron que no era una ofensa que ameritara este tipo de procedimiento. Muy pronto, yo también terminé en la cárcel, después de un juicio sospechoso por cargos de corrupción y lavado de dinero.
Mi encarcelamiento es la fase más reciente de un golpe de Estado en cámara lenta diseñado para marginar de forma permanente las fuerzas progresistas de Brasil. Tiene como objetivo evitar que el Partido de los Trabajadores vuelva a ser elegido para ocupar la presidencia. Debido a que todas las encuestas muestran que ganaría con facilidad las elecciones de octubre, la extrema derecha de Brasil busca dejarme fuera de la contienda electoral. Mi condena y encarcelamiento se sustentan solamente en la declaración de un testigo cuya propia sentencia fue reducida a cambio de que testificara en mi contra. En otras palabras: el testigo tenía un beneficio personal en decir lo que las autoridades querían oír.
Las fuerzas de la derecha que han usurpado el poder en Brasil no han perdido el tiempo para implementar su agenda política. El gobierno profundamente impopular del presidente Michel Temer ha aprobado una enmienda constitucional que pone un límite de veinte años al gasto público y ha promulgado varios cambios a las leyes laborales que facilitarán la subcontratación, debilitarán los derechos de negociación de los trabajadores e incluso su derecho a un día laboral de ocho horas. El gobierno de Temer también ha intentado recortar las pensiones.
Los conservadores de Brasil se han esforzado mucho por socavar el progreso logrado por los gobiernos del Partido de los Trabajadores y están determinados a evitar que ocupemos la presidencia de nueva cuenta en el futuro cercano. Su aliado en esta maniobra es el juez Sérgio Moro y su equipo de procuradores, quienes han recurrido a grabar y filtrar conversaciones telefónicas privadas que tuve con mi familia y mi abogado, entre ellas una conversación que se grabó de forma ilegal. Crearon un espectáculo mediático cuando me arrestaron y me hicieron desfilar ante las cámaras acusado de ser la “mente maestra” detrás de un enorme esquema de corrupción. Rara vez se cuentan estos detalles vergonzosos en los principales medios informativos.
El juez Moro ha sido idolatrado por los medios de la derecha brasileña. Se ha vuelto intocable. Sin embargo, el verdadero problema no es Moro, sino los que lo han encumbrado a un estatus de intocable: las élites neoliberales de derecha que siempre se han opuesto a nuestra lucha por una mayor igualdad y justicia social en Brasil.
No creo que la mayoría de los brasileños apruebe esta agenda elitista. Por esta razón, aunque me encuentro en prisión, me postulo a la presidencia y, por el mismo motivo, las encuestas muestran que, si las elecciones se llevaran a cabo hoy, sería el ganador. Millones de brasileños comprenden que mi encarcelamiento no tiene nada que ver con la corrupción y entienden que estoy donde estoy solo por razones políticas.
No me preocupa mi situación. He estado preso antes, durante la dictadura militar de Brasil, nada más porque defendí los derechos de los trabajadores. Esa dictadura cayó. La gente que abusa de su poder en la actualidad también caerá.
No pido estar por encima de la ley, sino un juicio que debe ser justo e imparcial. Las fuerzas de la derecha me condenaron, me encarcelaron, ignoraron la evidencia abrumadora de mi inocencia y me negaron el habeas corpus solo para impedir que me postulara a la presidencia. Pido respeto por la democracia. Si me quieren derrotar de verdad, háganlo en las elecciones. De acuerdo con la Constitución brasileña, el poder viene de la gente, la responsable de elegir a sus representantes. Así que dejen que el pueblo brasileño decida. Tengo fe en que la justicia prevalecerá, pero el tiempo se le acaba a la democracia.